A veces, cuando la realidad ni la ves ni te la cuentan, hacer juicios de valor es una peligrosa arma de doble filo, y tener la cabeza fría y poder actuar a la vez, te hace sentir la impotencia más dura, mezclada con el remordimiento de que no estás haciendo ni evitando nada. Plasmarlo en el papel resulta todavía más difícil, pues no puedes aplicar el verdadero sentimiento al ser algo intangible. Y actuar es rozar en ocasiones una situación de verdadero peligro y controversia, ya que, cuando existe alguien a tu alrededor en donde pueda existir una situación de maltrato, sólo por puro y estricto riesgo de la víctima, hace que procedas con una especial sutileza y con mucha, mucha prudencia.
No recuerdo bien el día en el que Nora entró por el departamento de inmigración, pero jamás podré olvidar su triste mirada. De esto hace más de un año, y su fina figura, su larga coleta negra, sus refinados modales y su semblante asustado, como si estuviera pidiendo perdón por hablarme, aún hoy no se ha ido de mi cabeza. Su consulta era para solicitarnos la posibilidad de una reagrupación familiar y poder traer desde Marruecos a su marido. Pero desde el mismo día que Mustafá pisó por vez primera suelo asturiano, Nora no mostró atisbos de alegría por la llegada de su pareja.
Continuó durante un tiempo sus citas con nosotros, pues participaba en unos cursos que impartíamos para el acceso de emigrantes a una bolsa de trabajo, a donde se terminaría adhiriendo. Sin embargo, sus citas empezaron a ser cada vez más espaciosas y su interés por contarnos cómo le iba tras la llegada de su recién llegado marido se fue difuminando con dosis de silencios que se alargaban en el tiempo. Mi interés por descubrir si él tenía trabajo, si deseaba acceder a nuestros cursos o si quería conocernos, suponía una lucha externa entre los negros ojos de Nora, que se abrían asustados, y unos labios que enmudecían la realidad.
Traté entonces de engañarme, de aceptar una cultura diferente que coarta las libertades de la mujer marroquí y asumí que mi relación y preocupación por Nora se atenuaría con el tiempo. Sin embargo, de vez en cuando, mi desasosiego acompañaba a mi impaciencia, y recordaba que ese menudo cuerpo albergaba más pena que la que su rostro era capaz de alumbrar.
No fue cuestión de habilidad, ni siquiera de indagaciones (nada más lejos que invadir su privacidad); fue algo tan simple como una llamada telefónica. Por su ficha supe que era el día de su cumpleaños, y como hacía semanas que no nos visitaba, me decidí a felicitarla. La llamada fue corta. Tan insignificante, que sólo puede escuchar un grito amenazante y el largo pitido de desconexión telefónica. Algo o alguien impedían que pudiese comunicarme con Nora en ese momento. Mi ansiedad, unida ya a una clara sospecha de que las cosas no iban bien me obligaron a insistir. Al final, pude obtener una respuesta: rápida y escueta. Casi entre sollozos y culpas de quien se siente amenazada. Un hilo de voz al otro lado del auricular, de alguien que procuraba que sólo yo escuchara su mensaje: