Dulce cronología escolar
La cruzada por la salud contra la bollería en los colegios puede acabar con todo el sabor de la vida infantil
ALICIA
ÁLVAREZ
Me da pena, de verdad. Y sí, ya sé que es sólo una reacción emocional y defender lo contrario no tiene sentido. Ya sé que es malo, que así no se puede educar a los niños, que hay que promover hábitos saludables y que, de seguir así, la obesidad infantil será algo más que un titular, pero? ¡ay, ese sabor! La galleta deshecha pegándose en los dientes, la mermelada empapando el bizcochito, el chocolate fundido en las yemas de los dedos al coger el morenito entre el índice y el pulgar...

Son más que recuerdos, es el sabor de toda una vida escolar. Es más, es el sabor de la infancia de varias generaciones que, de seguir adelante la ley de Seguridad Alimentaria y Nutrición que quiere poner en marcha el Ministerio de Sanidad, en este curso 2010-2011 desaparecerá. Al menos de las aulas, porque Trinidad Jiménez y las comunidades autónomas se han propuesto desterrar de los centros educativos las máquinas expendedoras de bollos y golosinas. Una cruzada por la salud cuyo objetivo es acabar con los malos hábitos alimenticios que tienen los niños en la actualidad.

Bueno, los niños de ahora y los que ahora ya no lo son, porque, no sé ustedes, pero yo podría hacer todo un repaso de mi existencia a través de los bollos y de las chucherías que endulzaron mi vida educativa. Tentempiés y meriendas que fueron variando de la infancia a la adolescencia al mismo ritmo que lo hacía mi índice hormonal.

Recuerdo, por ejemplo, esa bolsita de tela con la silueta de un plátano en relieve y la palabra «merienda» bordada en grandes puntadas, que se fruncía con dos cuerdas como las antiguas bolsas de pan. Ahí, prensado a conciencia por las manos de mi madre, un sándwich, a veces de Nocilla, a veces de paté Apis, aguardaba a que sonase el timbre que anunciaba esos primeros recreos de Primaria. Recreos que con el tiempo implicarían mayores exigencias. Llevar chicles Cheiw, a veces de clorofila, a veces de fresa ácida, gominolas con forma de ratón para jugar a la serie «V» o sobres de Peta Zetas. Pequeñas chucherías que ya marcaban cierta independencia, pues eran elecciones personales adquiridas por 5 o 10 pesetas en el quiosco de la esquina.

Sí, fueron muchas las golosinas, hasta que al fin la bollería industrial dio paso a la preadolescencia. Eran esos diez u once años en los que el Bollycao, con su pegatina de «Toy contento», los Phoskitos (regalos y pastelitos), con su calcomanía, y la Pantera Rosa y el Tigretón protagonizaban tentempiés, piscolabis y refrigerios. Y fueron los únicos que lo hicieron justo hasta que terminó sexto de EGB. Entonces aparecieron en el colegio las patatas Pumarín y ése fue el comienzo del fin. El paso de la preadolescencia a la adolescencia a secas, del colegio al instituto y de lo dulce a lo salado. En sólo un par de años, los recreos dejarían de ser recreos para denominarse descansos e ir acompañados por café de máquina que, aunque sabía a rayos, otorgaba a los estudiantes más categoría. Era la época en la que deseabas un Donuts con todas tus fuerzas, pero acababas comiendo un pincho de lomo empanado. En definitiva, era el último paso antes de la Facultad, donde directamente ya no comerías nada para no engordar. Punto final de una dulce cronología escolar.